domingo, 24 de febrero de 2013

La desconocida:

Si tú llegaste a los buenos libros,
Fueres con letra sombría,
Astilla saltada de semejante madero,
Que no pone bien los dedos,
En armas de fuego, o en cacerías,
Más siempre se chupa los dedos,
Si no tiene que pagar,
Pero si que criticar,
Y mostrar que es curioso.
Y pues la experiencia me enseña,
Que al que buen árbol se arrima,
Buena sombra le cobija,
En el pueblo se hace leña,
De astillas, madero, y rama.
De un noble Conde manchado,
Sucio por fuera y por dentro,
Ocioso de pocas lecturas,
De lengua larga y pelo cano,
Le provocaron demonios,
Que cual vecino furioso,
Temple el acero nervioso.
Si ruines, viejos, te humillan,
Con ruines cuentos te envidian,
No  te quejes del agravio,
Pues el cielo no le dio,
Hijos no, sobrinos.
Que saliese tan ladino,
Ni en saber vidas ajenas,
Que en lo que no va ni viene,
Pasar de largo es cordura.
Advierto que es desatino,
Teniendo un  horno humeante,
Tirarle madera al vecino.
Dile, al Conde sin juicio,
Que las obras que compone,
Se vaya con pies de plomo,
Que el que saca a luz pecados,
La pluma con su tinta negra,
Hiere más que la lengua viperina.
j.r.f.

sábado, 23 de febrero de 2013

UN CONDE :

El viejo Conde venido a menos, con su pelo blanco, su barba cana, de tres días, sin lavar. Bestia una camisa, que casi reventaba las botónelas, por su principio de obesidad mórbida. Los pantalones, que un día fueron de camuflaje, hoy le colgaban de las caderas llenos de manchas, y remendados a la altura de las rodillas, sujetaba una hogaza en la mano derecha, y encima de esta una cuarta de chorizo tierno recién asado, en la izquierda una navaja recién afilada, cortaba despacio aquel chorizo asado, y lo engullía, cayéndole la grasa   por la comisura de los labios,   mientras escuchaba atentamente la conversación que el  presidente, mantenía con sus miembros de gobierno.
El Conde contaría alrededor de sesenta años, halcón níveo,  cetrino, suspicaz, de oreja y lengua viperina, paso corto y buen yantar, no perdía detalle aunque no hubiera sido invitado oficial mente a aquella reunión.
 Después de engullir, su parte de aquel banquete, limpio las manos a los pantalones, amojamados, y se dirigió a la puerta del local, no sin antes coger la garrafa de vino tinto, y escanciar directamente en su boca media cuartilla, la puerta se le escapaba a derecha e izquierda, pero al final consiguió atravesarla, y no caerse por el precipicio de la rampa de acceso, a lo lejos en una era, tenia dos caballos, enganchados a una calesa.
Llovía, aquel día, de finales de invierno, y el Conde, llego a su castillo derruido, sin ventanas en las almenas, los huecos de estas, miraban hacia la calle como animal desdentado.
La traición, fermentaba, en su cabeza,   igual que la copiosa cena se digería en su estomago, paso toda la noche lloviendo, y al evocar la aurora, escarlata, el orto límpido,  sin nubes,  acompaño al conde y dos o tres secuaces a efectuar el desafuero dejando entre todos al presidente, y a los miembros del gobierno, enemistados con sus colindantes, homólogos.
Aquel día el Conde, celebro la gesta, comiendo y bebiendo, aquel puerco salvaje,  en solitario, la soledad, seguiría siendo, la amante perfecta, de aquel necio, pícaro, desaliñado.
Los secuaces, villanos, hicieron lo propio, en sus viviendas, pero esa ya es otra historia.
j.r.f.