viernes, 15 de mayo de 2015


EL ESPEJO DE LUNA :

El rasurado de un par de días, dejaba entrever bajo la diáfana prenda, una cerda  diminuta, de un color azabache, se intuía la asperidad del cepillo carnoso en forma de triangulo,de un triangulo equilátero de vertize discrepante, el espejo trajo también a mis ojos, un sostén de encaje del mismo color, dos  insignificantes carnosidades, que cupiesen en el hueco de una mano normal de alguien interesado en el oficio del exploto, dos aureolas se vislumbraban en el centro debajo del calado de las puntillas, el catre cubierto con una manta de lana colchonera, de un equipo de futbol famoso, sujetaba mis rabeles mientras la hembra, daba por finalizado su ritual de limpieza de un cutis pecoso, de nariz puntiaguda, los ojos de la zagala encarnados por el plañido anterior, al recordar , como él, la avía dejado tirada, con su pequeño, fruto de aquellos años de vida en común, el pequeño albañal situado entre sus lactas se agrandó con un hipo, de desconsolado suspiro, en el pequeño cuarto ambarino,  del edificio anejo al mío, aquella pitusa, sufría de desamor, tras la ventana, la  alborada del orto del astro rey era inminente, la diáfana silueta de la aparición cada vez más difusa dio paso a una luna que reflejaba ahora sí, un cuarto oscuro, solo un recuerdo en mi cabeza, “Soy tu madre”.

Lívido, famélico, ávido de libídine, liviano pase las horas diurnas anhelando aquel ocaso que por alguna razón no acababa de llegar, mi ventana abierta, la de enfrente cerrada reflejando a los transeúntes, detrás de los cristales, la bruna oscuridad más absoluta, tal que averno, ni rastro de la enjuta dama, de aspecto frágil, ni de la luna de aquel espejo de cuerpo entero, con detalles de prevés augurios tallados en su parte inferior derecha, que me  miraban con ojos celosos, sabiendo de mi furtivo espiar, las tareas domesticas fueron aumentando aquel día de ritmo, pero mi ánima intuía algo, la figura de la muchacha, de piel nívea, su ajuar recóndito, su mirar encarnado, la pompa de su retaguardia, su crin larga, la frágil apariencia de ese ser presto, su desaparición en el orto de la aurora de aquella mañana del mes de mayo, y sobre todo mi postrero pensar, porque, que sucedió al desaparecer de mi vista como ánima que va al averno, esa frase sacada de un contexto de celuloide pretérito, añejo ya en mi memoria, porque a mí, esperé, esperé sentado frente a mi ventana, comí frente a ella, haciendo caso omiso a las miradas burlonas del resto del vecindario, lentamente paso aquella tarde calurosa, en la lejanía, nubes de evolución esa noche abría tormenta.





Los relámpagos iluminaban el cuarto amarillo de la vivienda aneja, donde las apariciones furtivas de la doncella, en días postreros, fui acechando desde mi atalaya, vigía de gente baldía, incauta, de mucho tiempo libre, los truenos atronaban los acristalamientos del vecindario, no un vecindario de gentes ricas, sino más o menos todos prófugos de aldehuelas más o menos agraciados por la sublime deidad, las centellas iluminaron el cuarto ambarino mil y una vez, de la fuliginosa, enjuta mujer ni pizca, estaba visto, aquella noche en la que empezaba un torrente pluvioso  de abrigo, aquella noche las feéricas, joviales anuncias, no auguraban más que lluvia a chaparrón, sabiendo de antemano que la enjuta ánima de mí ficticia vecina, tarde o temprano llegase a casa, monté guardia en mí alcoba,  bocata de pimientos fritos en mano, botella de vino y esperé, esperé y espere, la lluvia, los relámpagos, los truenos, todo intuía que  aquella noche no iba a ver ni rastro de la dama, me limpie el belfo, y seguí con mi imaginaria ya pronto la tercera, ggg… dormí, el cansancio me paso factura.
La tenue luz de la linterna, focalizó un haz ambarino, un caño de luz que paseaba por el cuarto pajizo, a eso de mi ya pasada tercera imaginaria, no pude ver la figura bruna fuliginosa tras el candil, oteó todo aquel cuarto, como ser ávido de respuestas, llegando sin dudar  a la luna acristalada del espejo, la enjuta figura de la doncella, madura, fue cobrando forma ante mis anhelosos ocelos castaños, la exangüe piel nívea de la zagala, sin ataduras de ternos  acrílicos, facilitó a mis sentidos una visión de su ser, la tenue hendedura tamizada de áspero celaje lóbrego de su monte de Venus  y sobre él la alforza trasversal de su bandullo ya no tan sobrio subiendo sus dos lácteas algo bizcas, hoy sin las ataduras de sostén alguno, las fulguras castañas inhiestas como pitones de Victorino astado, apuntando a este furtivo observador, el fibroso cuello dio paso a un cutis serio, una mirada de cólera unas platicas sordas a mis oídos, la cara exangüe de la doncella tras encenderse de súbito, dejó paso a un fuerte impacto con un objeto sobre la acristalada luna, estallando una detonación amortiguada por la inerte Lucerna, mi sobresalto fue instintivo eran las cinco, el despertador sonó, los truenos ya avían dejado de relampaguear los cielos nocturnos del vecindario, el cuarto de enfrente seguía oculto tras su fosco acristalado, todo avía sido un sueño.
Un sueño, quimera de la razón humana, me informé y en la morada aneja ya hacía mucho que una dama enjuta de piel pálida  sin motivos aparentes fue defenestrada dejando huérfano a un rapaz, en el periódico venia su nombre, “La madre que me paro”.
J.R.F.


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