EL
ESPEJO DE LUNA :
El
rasurado de un par de días, dejaba entrever bajo la diáfana prenda, una
cerda diminuta, de un color azabache, se
intuía la asperidad del cepillo carnoso en forma de triangulo,de un triangulo equilátero de vertize discrepante, el espejo trajo
también a mis ojos, un sostén de encaje del mismo color, dos insignificantes carnosidades, que cupiesen en
el hueco de una mano normal de alguien interesado en el oficio del exploto, dos
aureolas se vislumbraban en el centro debajo del calado de las puntillas, el
catre cubierto con una manta de lana colchonera, de un equipo de futbol famoso,
sujetaba mis rabeles mientras la hembra, daba por finalizado su ritual de
limpieza de un cutis pecoso, de nariz puntiaguda, los ojos de la zagala
encarnados por el plañido anterior, al recordar , como él, la avía dejado
tirada, con su pequeño, fruto de aquellos años de vida en común, el pequeño
albañal situado entre sus lactas se agrandó con un hipo, de desconsolado
suspiro, en el pequeño cuarto ambarino, del
edificio anejo al mío, aquella pitusa, sufría de desamor, tras la ventana, la alborada del orto del astro rey era inminente,
la diáfana silueta de la aparición cada vez más difusa dio paso a una luna que
reflejaba ahora sí, un cuarto oscuro, solo un recuerdo en mi cabeza, “Soy tu
madre”.
Lívido,
famélico, ávido de libídine, liviano pase las horas diurnas anhelando aquel ocaso
que por alguna razón no acababa de llegar, mi ventana abierta, la de enfrente cerrada
reflejando a los transeúntes, detrás de los cristales, la bruna oscuridad más
absoluta, tal que averno, ni rastro de la enjuta dama, de aspecto frágil, ni de
la luna de aquel espejo de cuerpo entero, con detalles de prevés augurios
tallados en su parte inferior derecha, que me miraban con ojos celosos, sabiendo de mi furtivo
espiar, las tareas domesticas fueron aumentando aquel día de ritmo, pero mi
ánima intuía algo, la figura de la muchacha, de piel nívea, su ajuar recóndito,
su mirar encarnado, la pompa de su retaguardia, su crin larga, la frágil apariencia
de ese ser presto, su desaparición en el orto de la aurora de aquella mañana
del mes de mayo, y sobre todo mi postrero pensar, porque, que sucedió al
desaparecer de mi vista como ánima que va al averno, esa frase sacada de un contexto
de celuloide pretérito, añejo ya en mi memoria, porque a mí, esperé, esperé
sentado frente a mi ventana, comí frente a ella, haciendo caso omiso a las miradas
burlonas del resto del vecindario, lentamente paso aquella tarde calurosa, en
la lejanía, nubes de evolución esa noche abría tormenta.
Los relámpagos
iluminaban el cuarto amarillo de la vivienda aneja, donde las apariciones
furtivas de la doncella, en días postreros, fui acechando desde mi atalaya, vigía
de gente baldía, incauta, de mucho tiempo libre, los truenos atronaban los acristalamientos
del vecindario, no un vecindario de gentes ricas, sino más o menos todos prófugos
de aldehuelas más o menos agraciados por la sublime deidad, las centellas
iluminaron el cuarto ambarino mil y una vez, de la fuliginosa, enjuta mujer ni
pizca, estaba visto, aquella noche en la que empezaba un torrente pluvioso de abrigo, aquella noche las feéricas,
joviales anuncias, no auguraban más que lluvia a chaparrón, sabiendo de
antemano que la enjuta ánima de mí ficticia vecina, tarde o temprano llegase a
casa, monté guardia en mí alcoba, bocata
de pimientos fritos en mano, botella de vino y esperé, esperé y espere, la
lluvia, los relámpagos, los truenos, todo intuía que aquella noche no iba a ver ni rastro de la
dama, me limpie el belfo, y seguí con mi imaginaria ya pronto la tercera, ggg… dormí,
el cansancio me paso factura.
La tenue
luz de la linterna, focalizó un haz ambarino, un caño de luz que paseaba por el
cuarto pajizo, a eso de mi ya pasada tercera imaginaria, no pude ver la figura
bruna fuliginosa tras el candil, oteó todo aquel cuarto, como ser ávido de
respuestas, llegando sin dudar a la luna
acristalada del espejo, la enjuta figura de la doncella, madura, fue cobrando
forma ante mis anhelosos ocelos castaños, la exangüe piel nívea de la zagala, sin
ataduras de ternos acrílicos, facilitó a
mis sentidos una visión de su ser, la tenue hendedura tamizada de áspero celaje
lóbrego de su monte de Venus y sobre él
la alforza trasversal de su bandullo ya no tan sobrio subiendo sus dos lácteas algo
bizcas, hoy sin las ataduras de sostén alguno, las fulguras castañas inhiestas
como pitones de Victorino astado, apuntando a este furtivo observador, el
fibroso cuello dio paso a un cutis serio, una mirada de cólera unas platicas sordas
a mis oídos, la cara exangüe de la doncella tras encenderse de súbito, dejó
paso a un fuerte impacto con un objeto sobre la acristalada luna, estallando
una detonación amortiguada por la inerte Lucerna, mi sobresalto fue instintivo
eran las cinco, el despertador sonó, los truenos ya avían dejado de relampaguear
los cielos nocturnos del vecindario, el cuarto de enfrente seguía oculto tras
su fosco acristalado, todo avía sido un sueño.
Un sueño,
quimera de la razón humana, me informé y en la morada aneja ya hacía mucho que
una dama enjuta de piel pálida sin motivos aparentes fue defenestrada
dejando huérfano a un rapaz, en el periódico venia su nombre, “La madre que me
paro”.
J.R.F.
J.R.F.
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