jueves, 21 de marzo de 2013

CAPITULO I:
Recuerdos de la niñez:

Aquella calle que transcurría de Sur a norte, algunos años después le dio comienzo en la plaza de aquel pueblo, no era una calle recta, era el primer día de primavera, el resto de barro de los últimos días del invierno anterior, todavía se podía ver sobre todo alrededor de aquella “poza” o abrevadero para las bestias de carga.
Más allá de dicho abrevadero una DKW varada al lado izquierdo de la calle, de un color crema oscuro, esperaba a que alguien la extrajera de aquel lodazal, una casa transcurría por su izquierda, de un plano de argamasa de cal y arena, que le daba un color yema oscuro muy parecido al de la furgoneta,  dicha casa con dos párrales que trepaban por la fachada, por encima de dos ventanas enormes, con unos rejas de forja que el propietario cogiera de las ruinas de la casa de una dehesa con nombre de santa,  de frente en la parte superior de la calle, un pórtico de cemento, gris oscuro, daba entrada a una casa.
Una casa de piedra con una puerta de hierro pintado de un color purpúreo, carmesí viejo, con un cristal biselado con una abertura en su parte central,  por ella entraba el aire, y alguna que otra mosca, aquel día la luz solar se introducía por la entornada portezuela que tapaba la abertura, una portezuela partida en dos por una filigrana que imitaba a una forja fraguada.
La figura menuda, de la niña que salio al pórtico, a la llamada del niño rubito, pocos años mayor que ella, daba la sensación de fragilidad, por ello el tomo su mano y juntos continuaron calle arriba, una pequeña pareja, tan unida que podía decirse que uno era la sombra del otro, y ambos armados con unas lanzas de madera cuyas puntas  habían sido endurecidas al fuego y posteriormente frotadas, havia otra chica que no estaba armada, pero llevaba a un niño más pequeño a horcajadas sobre su cadera.
La ladera caía hacia una detención de agua que los regantes aprovechaban para regar las hortalizas de los huertos aguas abajo.
Los pequeños infantes, pasaron en una pequeña fila por la pared de hierbas verdes y húmedas de la pequeña represa.
La fortaleza, que defendían, constaba de una curva de un  camino que tenia una calzada de piedra, una zarza y varios hierros de alguna maquina segadora que en el verano anterior quedo inutilizada por el desgaste, la fortaleza, la avían construido, juntando piedras, botes oxidados, palos, y otros objetos pesados que ellos mismos amontonaron unos junto a otros.
Honorio, evitó ese día su recorrido habitual, al verle, los niños le llamaron “Sargento” por que tenia la manía de hacer saludos militares, solían decir que en la guerra, había sido requeté y que una bala le había peinado  la cabeza.
Los críos  le hacían desfilar y se reían de él, el hombre cuando se daba cuenta, los perseguía y los chavales aún disfrutaban más de la broma.
La persecución en dirección a la pequeña represa próxima, comenzó de inmediato la joven desarmada con su pequeño en brazos esta vez, recorrió el  trayecto en unos segundos poniendo al niño pequeño al otro lado de la arroyo, mientras que la niña menuda y el niño rubito, armados con dichas lanzas hacían lo que podían para impedir que Honorio pasara, pero la fatalidad quiso, que los dos pequeños se resbalaran,  cayendo uno tras otro al todavía frío estanque partiendo las lanzas.
Honorio cedió, por un mecanismo de auto convencimiento todavía poco transparente, si bien no podía discernir, la situación.
Tomando a los dos infantes, que en aquellos momentos que podrían ser las cinco de la tarde, los saco del pequeño pantano, los niños temblaban ahora de frío, ahora de miedo, los subió por la pequeña cuesta  llamando por la puerta del patio, introdujo a los dos pequeños, en casa de los abuelos del niño rubito, lo primero que hizo la anciana, fue poner agua a calentar, quito las ropas mojadas de ambos, quedando los límpidos labios de aquella niña menuda, así como el pequeño bálano del niño rubito, a merced de aquella áspera toalla  de felpa con aquel exagerado olor a alcanfor.
Una toalla áspera, rascando sus secretos, sus propios sentimientos, es para ellos mismos, no diré que, pero tan reservado, que el secado de sus cerrados en si mismos, tan apartados de sondeos, y descubrimientos como el capullo mordido por un envidioso gusano, luego ambos pequeños consagraron sus bellezas al sol.
Un fuego que chispea en los ojos al ser sofocado, un mar nutrido por las lagrimas, una locura, una piel que ahoga una dulzura que conserva a Dios.
Hoy que a pasado el tiempo cuando los dos niños ahora adultos recuerdan el echo, se ríen recordando aquellos años de la infancia.
J.r.f.

No hay comentarios:

Publicar un comentario