lunes, 19 de diciembre de 2011

MEDIADOS DEL SIGLO XX:

Según entrabas en el lugar se denotaba un color castaño con matices cobrizos, el suelo de tarima sin barnizar, rozado por los miles de zapatos, y anteriormente cholas, que habían pisado en aquel lugar.
Estas tarimas separaban la bodega que a pocos centímetros de la entrada tenia una puerta abatible en el suelo.
De frente a la puerta por la que se entraba de aquella plaza a dos alturas, se encontraba una puerta y una ventana que daba a lo que era la cocina, a la izquierda tenia otra puerta que por ella se llegaba al comedor, y finalmente a la derecha el mostrador.    
Sobre la pared, sogas, hoces,  azadas etcétera. Todos apeos de labranza.
El propietario servia en una jarra de porcelana blanca, grande y con solera, un vino que no era del todo tinto más bien pálido por la mezcla de gran cantidad de uvas.
Los parroquianos tomaban chatos de este contando historias de lo que le havia sucedido en aquella jornada de caza, cada chato costaba una peseta y la ronda cuatro o cinco depende de la afluencia de personas que en el establecimiento abría.
“Mate el conejo decía uno, otro decía lo mate yo”, discutiendo acaloradamente.
En ese instante llego un hombre alto, fuerte que todos conocían, con la zamarra, desgajada y sangre en el cuello.
El hombre pálido como un muerto, aseguro que en el camino que llevaba a uno de los pueblos aledaños y estando con las ovejas según el se las vio con un lobo de considerables dimensiones.
Invitándole los tertulianos a un chato de vino, contó que   se le abalanzo y cuando le estaba mordiendo en el cuello el saco la navaja y se la espeto al bicho en las proximidades de la carva, lugar conocido por todos.
Cuando los clientes del establecimiento acompañaron a este al sitio no encontraron nada, tachando, de mentiroso y aprovechado al pastor, que perjuraba que decía la verdad.        

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